

En 1957 Dr. Seuss escribió un cuento infantil denominado “¡Cómo el Grinch robó la Navidad!” que cuenta la historia del Grinch, un duende verde y peludo que vive en lo alto del Monte Crumpit resentido desde su infancia con los habitantes de Villaquién, quienes se preparan para el momento más importante del año: la Navidad. Encerrado en su cueva sin más compañía que su fiel perro Max, el Grinch toma la decisión de denunciar el materialismo, la superficialidad y el falso optimismo de esta época del año robando los regalos y los adornos para que los habitantes de Villaquién nunca lleguen a celebrarla. Sin embargo, a pesar de lograr el robo masivo de la Navidad, el Grinch no consigue impedir que sus vecinos se reúnan y celebren juntos. Esto le hace comprender el verdadero motivo de su tristeza: la soledad. Aunque la historia aparenta ser una crítica al consumo navideño, detrás esconde una moraleja mucho más importante: los regalos, los adornos y los festejos no son más que elementos secundarios al servicio de un motivo mayor, la unión.
La Navidad como elemento de cohesión social
- Muchas personas se sienten como el Grinch al verse presionadas por tener que reunirse, regalar o participar del “espíritu navideño”. Dicha presión viene dada porque no querer formar parte de la Navidad está “mal visto”. El propio nombre Grinch procede del inglés grouchy (“gruñón”) y representa el juicio social no explícito hacia aquellos que rechazan la Navidad.
Para el sociólogo y filósofo francés, Emile Durkheim, las celebraciones y las tradiciones son medios que utiliza el ser humano para favorecer la integración y la cohesión social. Desde esta perspectiva la Navidad, como otras fiestas de origen agrícola (en realidad se celebra el solsticio de invierno), se acompaña de celebraciones que refuerzan las creencias, los valores y, sobre todo el compromiso con el grupo, donde la familia constituye la unidad principal. En esta línea, los expertos destacan el papel de la “nube emocional” que tiñe el ambiente de estas fechas y que ejerce una función decisiva a la hora de incentivar la conducta de participación. La Navidad es, por tanto, un evento de cohesión social, de unión. Todo lo que hacemos en esta época tiene que ver con los demás.
Teniendo en cuenta lo anterior, no es extraño que éste sea un periodo en el que podamos sentirnos más sensibles de lo habitual al recordar lo mucho que echamos de menos a los que ya no están. Tampoco es raro sentir cierto rechazo al falso bienestar que se propugna si caemos en la cuenta de que las relaciones que tenemos con los demás, quizá, no son como nos gustaría. La Navidad es la época más feliz para algunos y, a la vez, la más triste para otros, pues nos conecta inevitablemente con el estado de nuestras relaciones sociales.
Para peor suerte, este año, por primera vez y con el fin de evitar propagar el contagio de la COVID-19, se nos impide en gran medida juntarnos con nuestros seres queridos. Muchas personas no podrán regresar a sus ciudades de origen para reunirse con los suyos, otras se aislarán voluntariamente para no mezclarse con familiares de riesgo y otras tendrán que ceñirse a las limitaciones de unos pocos miembros por hogar, acostumbrados a celebraciones masivas. Así, el motivo de esta fiesta va a quedar relegado a juntarse con número muy reducido de personas o a pasarla en soledad…y la soledad es lo contrario del objetivo social de la Navidad.
El miedo a la soledad es un miedo biológico
A pesar de vivir en la época de mayor conexión de la historia de la humanidad gracias a Internet y al teléfono móvil, un alto porcentaje de la población reconoce sentirse sola.
- Sentirse solo y estar solo no son lo mismo. Uno puede estar a gusto sin compañía o sentirse muy solo a pesar de tener gente a su alrededor. Para Peplau y Perlman “la soledad es una experiencia displacentera que ocurre cuando la red de relaciones sociales de una persona es deficiente en algún sentido importante, ya sea cuantitativa o cualitativamente”. La soledad es, por tanto, una experiencia puramente subjetiva que puede tomar diferentes formas en función de la cantidad, pero también de la calidad percibida de las relaciones. Aunque se suele asociar con el número de personas de las que uno se rodea, la soledad también puede sentirse aun cuando se está perfectamente acompañado, ya que puede ser el resultado de considerar que no se tiene la intimidad con los demás que en realidad se desea, que no se logra compartir lo que para uno es importante o que no se es relevante en la vida de otro.
- Es frecuente creer que solo sienten soledad las personas que no saben comunicarse o relacionarse con los demás. No obstante, la soledad puede afectar a todo el mundo independientemente de sus habilidades, su dinero, su popularidad o su carisma. Nadie puede protegerse del sentimiento de soledad, porque forma parte de nuestra biología.
- Al cuerpo le preocupan las necesidades sociales, porque hace millones de años constituían un buen indicador de las posibilidades de supervivencia. Nuestros antepasados vivían con muchos peligros a su alrededor: animales depredadores, otras tribus, falta de recursos para comer y resguardarse del frío, etc. La selección natural fue recompensando a aquellos que se unían y formaban grupos porque solo así garantizaban su supervivencia. La evolución fue desarrollando el cerebro y afinando nuestras capacidades para reconocer los estados mentales de los demás y para crear lazos duraderos con ellos. El lenguaje, por ejemplo, es uno de los productos más elaborados de la evolución que tiene la función, precisamente, de permitirnos conectar con los demás. Que el ser humano venga equipado para ser sociable no es una cuestión arbitraria. La capacidad para vincularnos con otros descansa en circuitos y mecanismos cerebrales y fue decisiva para que la especie no se extinguiera. Obtener suficientes calorías, cuidar de los hijos o resguardarse del frío era casi imposible si se estaba solo. Estar en grupo significaba la posibilidad de sobrevivir mientras que estar solo, la seguridad de morir. Por esta razón para nuestros ancestros era fundamental llevarse bien. Para evitar el aislamiento la mente desarrolló el “dolor social”, que sirve como herramienta para detectar de forma precoz las señales de rechazo del grupo y que incitan a abandonar las conductas que podían llevar al aislamiento transformándolas por otras que les permitieran permanecer en él.
- Aunque en la actualidad seamos capaces de fabricar cohetes para viajar al espacio y de conectarnos a través de un iPhone con alguien que se encuentra en la otra punta del mundo, nuestras mentes son fundamentalmente iguales que hace 50.000 años y todavía seguimos programados biológicamente para agruparnos. Nuestro cerebro sigue siendo tremendamente receptivo a las señales sociales y conecta de forma automática con el miedo, la vergüenza y la tristeza cada vez que detecta la posibilidad de una soledad no deseada. El impulso de supervivencia ha modelado nuestro cerebro para establecer relaciones sociales. Ser social no es una opción, es una necesidad impresa en nuestras conexiones mentales como especie.
Si te sientes como el Grinch considéralo desde este punto de vista. Piensa en el fundamento de esta cuestión, que te la hará ver desde una perspectiva menos personal. Independientemente de que sea aprovechada por el sistema económico para inducir a un mayor gasto en forma de consumismo, la Navidad se dirige fundamentalmente a la agrupación. Separemos ambas cosas y no tengamos tanto reparo en reconocer que necesitamos de los demás. Esto nos hace humanos.