

En ocasiones ocurre que nos enfadamos por cosas que nos parecen inevitables, nos indignamos y estamos convencidos que no hay otra forma posible de reaccionar que no sea esta, pero… en realidad ¿Qué es el enfado? Y lo que es más importante, ¿Cuánto debe durar?, ¿Cuál es la intensidad correcta?
Son muchas las cuestiones y la única respuesta clara es: DEPENDE.
Y esta es la parte positiva del enfado; que, como cualquier otra emoción, la intensidad y la duración de la misma dependerá de varios factores: De lo que he pensado en este momento, de mi estado de ánimo, de los antecedentes con esa persona o situación, de la opinión que me merece, de la confianza que tenga, de las veces que lo he intentado antes, etc. En definitiva, el pensamiento que pasa por mi mente es lo que determinará si me enfado o no y en qué medida lo hago.
Esta, es la única explicación de por qué en ocasiones nos enfadamos ante algo que normalmente no me sienta mal, de por qué otra persona en mi lugar no se enfada o de por qué a veces una misma cosa me enfada y otras veces no.
El enfado, a pesar de ser una emoción adaptativa y por tanto necesaria, es de esas que catalogamos como “desagradables”. A priori, a nadie le gusta estar enfadado y es una emoción que no nos hace sentir bien, por eso, es importante contar con estrategias que mitiguen los efectos negativos de estar enfadado y conocer ciertos recursos que me pueden llevar a no enfadarme o al menos a conseguir que ese enfado me dure menos tiempo.
Cuando nos sentimos ofendidos por la acción o comentario de alguien a veces ayuda hacerse una pregunta antes de reaccionar impulsivamente con ira o enfado. Esta, es tan sencilla como:
¿Con qué intención lo ha hecho/dicho?
Estaremos de acuerdo en opinar que cuando sabemos que alguien ha dicho o hecho algo sin querer no nos enfadamos. Nos puede molestar o incluso doler, pero la emoción es diferente.
Veamos un ejemplo: Si voy caminando por la calle y alguien me pisa, la primera reacción será de molestia e incluso de dolor. Al pensar en la intención tendremos al menos dos opciones.
- Lo ha hecho sin querer, va distraído y no se ha dado cuenta
- Lo ha hecho aposta. Se ha acercado con el objetivo de hacerme daño y me ha pisado.
Probablemente, a pesar del dolor de pie que podamos tener, ante la opción 1 no nos enfadaremos y sin embargo sí lo haremos ante el pensamiento de la opción 2.
Lo mismo ocurre con situaciones cotidianas e incluso con otras más trascendentales. Si nos paráramos 2 minutos a pensar en la intención del otro, en más de una ocasión evitaríamos un enfado.
También ocurre que con el enfado se mezclan otras emociones como el orgullo. Tras esta reacción impulsiva de enfado sí es posible que pensemos y recapacitemos, incluso que lleguemos a la conclusión de que quizás me he apresurado, que no tengo razón, que hay otros puntos de vista o simplemente que “no es para tanto”. Lo que ocurre en estos casos es que es difícil modular mi enfado o hacerle ver al otro que “he cambiado de parecer”. Esta rigidez emocional también es consecuencia directa de mi pensamiento. “Siempre tengo que ser yo el /la que rectifique”, “pues que venga él/ella”, “seguro que con el tiempo se soluciona”, e incluso intentamos convencernos de que tengo o tenía motivos suficientes para reaccionar como lo he hecho.
También es importante saber identificar cómo reacciono cuando me enfado. Hay enfados que mueven hacía la solución y otros que nos alejan de ella. El diálogo, la comunicación, el expresar cuales son aquellas cosas que nos han molestado o nos han sentado mal son claves para iniciar una posible solución y poder cambiar mi emoción, ya sea, entendiendo la postura del otro, debatiendo sobre diferentes puntos de vista, argumentando mis motivos, etc.
Sin embargo, cuando nuestro enfado nos lleva a reaccionar con el silencio o la retirada de la palabra sin explicación alguna, también es importante hacerse la pregunta de ¿Cuál es mi objetivo? Con gran seguridad la respuesta a esta pregunta casi siempre será buscar en el otro una reacción y “que se dé cuenta del daño que ha hecho “. Sin darnos cuenta estamos aquí cayendo en el error de querer que la otra persona nos lea la mente y nos adivine el pensamiento, corriendo el riesgo de que esto, efectivamente no ocurra y por tanto nos decepcionamos o nos frustramos ante la acción (o no acción) de la otra persona, obligándonos a lidiar ahora con más emociones que nos resultan desagradables.
Todos nos enfadamos, eso es una reacción emocional normal, pero afortunadamente está en nuestra mano el decidir cómo lo hacemos y el intentar que este enfado sirva para promover una manera de relacionarnos más adaptativa y no todo lo contrario.
Cualquiera puede enfadarse, eso es algo muy sencillo. Pero enfadarse con la persona adecuada, en el grado exacto, en el momento oportuno, con el propósito justo y del modo correcto, eso, ciertamente, no resulta tan sencillo.
Aristóteles, Ética a Nicómano